No, los muertos no votan. Salvo si hay fraude. A una democracia viva le corresponden votos vivos, no muertos. Sin embargo, después del gran funeral colectivo, extrañas expectativas aspiran a que el fantasma de ese cuerpo recién enterrado participe de las próximas elecciones. No hagan trampas: Alfonsín ya votó: ya tuvo su chance. Y la honró por cierto. Mejor dejar de usufructuar esa glotonería mortuoria, que ve en el llanto por los muertos la emoción que quienes están vivos no despiertan. Todo gran fantasma produce iridiscencias y encantamientos que no produce ningún ser de carne y hueso. Es como un efecto que distorsiona la visión corriente y hace ver arco iris sobrenaturales en simples reacciones atmosféricas. Es lógico que los muertos no voten: no pueden. Ni deben. Ojalá no suceda. Y que votemos únicamente los vivos. Y con nuestro presente, sin nostalgias inmerecidas. Porque no se puede tener nostalgia de aquello que en su momento se dejó escurrir por el sumidero. Que los candidatos de cualquier bando o signo político no cometan el error de medrar con el hálito post mortem. No se aprovechen haciendo proseletismo con quien ya no puede desautorizarlos.
Porque la grandeza con que se ha untado al muerto es , paradójicamente, de tal desmesura apologética que ahora cualquier aspirante a ser su heredero va a quedar del tamaño de una ameba. Y por más que se ponga en puntas de pié, Cobos no llega. Y no es su culpa sino de su medida. Así como a nadie se le ocurre que Cristina Fernández es Evita. Que Kirchner es Perón. O Elisa Carrió una combinación de todos pegados con desechos de lava. Y menos todavía que Reutemann, Macri, Solá o De Nárváez reencarnen algún prócer redivivo. Ni siquiera modesto. El modelo de un grande se cierra siempre sobre si mismo. Imitar a un abuelo, por más que se le atribuyan colosales virtudes, es un suicidio de esperanzas. Una comodidad para no inaugurar desafíos propios. Presumir de cualquier parecido o parentesco ideológico con el que ha muerto, sería un retroceso. La historia no vota en el presente. Por suerte. Para qué exhumar en las urnas restos de votos arqueológicos. Precisamente los gusanos existen para establecer biológicamente las diferencias entre el no ser y el ser. No se viene de mundos mejores que éste para añorarlos. Y de aquel remoto país que gobernó Alfonsín hace dos décadas ya no quedan sino las referencias escogidas o discriminadas de la memoria, de wikipedia o de Facebook. No hay peor deudo que el que no se aparta a tiempo de la tumba. Los muertos no votan. Porque si votaran, el país y nosotros estaríamos muertos.
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