sábado, 4 de abril de 2009

Carta abierta de Mario Diament

Esto de que Orlando Barone cumpla setenta años me parece una más de sus ingeniosidades, uno de esos remates inesperados con los que cierra sus columnas de Puerto Libre. Después de todo, la edad solo tiene importancia para aquellos que la padecen. Orlando, en cambio, respira sabiduría y la exhala bajo la forma de una intrépida vitalidad. Tiene el atrevimiento de un treintañero, la pasión de un cuarentón y la sagacidad de un cincuentenario que ha hecho de vivir, un arte personal. Nació un día de 1937, porque así él lo asegura, en una casa de la Boca, a media cuadra del Riachuelo. Suele contar que de chico, su abuelo calabrés lo cargaba sobre los hombros, lo llevaba hasta la orilla del Riachuelo y le decía: “Mirá, esto es lo más cercano a Italia". Con el tiempo, Orlando llegaría a Italia y a muchos otros lugares, pero la imagen perdura seguramente en su memoria como le sucedió al coronel Aureliano Buendía, aquella tarde distante en que su padre lo llevó a descubrir el hielo. Podía haberse quedado atrapado en el triángulo que forman la Bombonera, el adoquín rebelde de la calle Necochea y el humo del choripán, pero en cambio se propuso romper con su destino y hacerse escritor. Que lo ha logrado, lo prueban los premios que ha merecido – en 1972 el del Fondo Nacional de las Artes; en 1987 el de La Nación y en 1991,
cuando su novela “La locomotora de fuego” resultó finalista del Premio Plaza y Janés, en España.
Pero por sobretodo, son sus columnas y cartas abiertas que elabora con la precisión de un relojero y la seductora elocuencia de un polemista, las que mejor testimonian su originalidad.
Yo que he sido alternativamente su jefe, su subordinado y su colega, pero que soy, fundamentalmente, su amigo, podría estar vacunado contra su inteligencia. Y sin embargo, no puedo leer uno de sus textos o escuchar sus fantásticas disquisiciones sin admirarme de la rara
capacidad que tiene de transformar cualquier historia banal en un descubrimiento. A los setenta, si es que de verdad los tiene, conserva la capacidad de asombro de un explorador o un astronauta. No hay muchos periodistas como Orlando. Me atrevería a decir que no hay ninguno. En mis clases de la universidad suelo leer una nota que escribió García Márquez sobre el destino de las cartas que no llegan a destino y otra que escribió Orlando sobre el mismo tema y la gente
invariablemente prefiere la de Orlando. En su trabajosa inmigración de la Boca al Centro, cambió el vino de mesa por el champán y la pizza de Banchero por las ostras. En el proceso contó con la invaluable educación que le proveyó Beatriz, su mujer, que de refinamiento entiende. Pero en lugar de volverse un esnob, Orlando se convirtió en un prodigioso observador de la presunción argentina, de sus falsos mitos y leyendas, de sus héroes de barro y sus tiernos perdedores.
Su látigo incesante ha conocido las más diversas contradicciones. Por un tiempo se dedica a castigar a los pitucos con aspiración aristocrática y al rato da un golpe de timón y el objeto de su furia es la clase media de ambición pituca. Un buen día se ensaña con los reyes y al siguiente
dispara contra los vasallos. Pero eso es, precisamente, lo que hace creíble: porque con la misma convicción le da al monumento como al pedestal. Su travesura más perfecta — de las muchas que ha sido autor — fue aquella vez en la que inventó un poeta. Trabajaba en el suplemento cultural de Clarín y después de tratar vanamente de que el director le publicara unos poemas que había escrito, decidió darle una lección inolvidable. Una tarde le comunicó, casi como una confidencia, que ese célebre poeta que vivía como un ermitaño en el Delta, había aceptado darle una entrevista y algunos de sus poemas inéditos para su publicación. El poeta, obviamente no existía. Pero el director, tan inseguro como arrogante, no estaba dispuesto a admitir su ignorancia. Así que lo felicitó por su hazaña y le dijo que adelante, que si el poeta le daba la entrevista y los poemas, los publicaría a doble página en la central. Orlando se fue al archivo del diario, eligió una foto ignota de un hombre metido entre pastizales, fraguó la entrevista y publicó muy campante sus poemas, aquellos que el director se había negado a leer, atribuyéndoselos a su poeta inventado. Nadie, si no unos pocos amigos, supo nunca de su diablura. Quienes lo queremos, nos sentimos agradecidos por su amistad. Porque si viviera en una sociedad acostumbrada a celebrar el talento, hoy el cumpleaños de Orlando Barone sería una fiesta nacional.


Mario Diament(Periodista y dramaturgo)

2 comentarios:

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  2. Lo empece a conocer en el programa de canal 7. Dueño de una mirada audaz y concreta de la realidad nos impulsa como televidentes u oyentes ( depende que programa sigan ) a correr el velo ... a posicionarnos desde otro punto de vista , a ver todo aquello que los demas medios manipulan con otra mirada. Es grato saber que no todo esta perdido en la television, hay periodistas de raza todavia. Programas con contenido, cultural o politico. Habria que aprender un poco mas a "PENSAR" y no repetir con palabras ajenas nuestras propias conclusiones. Admiro como profesional y docente a este excelentisimo periodista. Mas alla de que un medio en particular lo haya tachado como PEOR PERIODISTA ....

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