Barroco violín
Quedan en el patio: una parte de la luna que se escurrió (vaya a saberse cómo) por entre las laderas de los edificios, un violín (extraño y presuntuoso instrumento italiano, cincelado barroco, madera vieja de castaño instigadora de elocuentes sonidos), quedan, decíamos, el arco de ese violín con algunas raspaduras y unas hebras de pelo entrelazadas, un pañuelo deshilachado color fucsia intemporal (de haber sido arrasado por el uso en el hombro del ejecutante donde se apoyaba el violín) y quedan dos o tres cuadernillos amarillosamente ásperos (piezas musicales inciertas y borrosas y procedencias aún más inexplicables) y una definitiva sensación de tristeza en ese patio de la casa donde el violín se ha callado y el violinista ha muerto.
A ninguno de esos testigos (fanáticos sobrevivientes del irrecuperable sonido), a nadie de los que otean y espían el movimiento de las sombras en esa casa de inquilinato, se le ocurre preguntarse por qué esa noche (noche de luna, luna de aullidos, llena como el seno de una mujer preñada) no quisieron escuchar el violín y lo dejaron morir como si fuera un sueño.
Es fácil recordar, con algunos errores(agigantados en fábula por el deseo de que el pasado no se parezca al mañana), es fácil recordar a la lluvia de encaje de esa noche de junio, el frío de escarcha, la serena fatuidad de un charco simulando un espejo y de pronto un sonido (el súbito temblor de un arpegio) que avanza como un gato sobre una alfombra de vidrios encendidos, un violín que suena como suena el violín (no, un violín) y que nadie confunde con ningún otro ruido; que tiembla junto a la sombra de los gatos y entra en las piezas de madera con su mano enguantada; un sonido (indescriptible como el sueño o el momento de goce de dos cuerpos creándose) que va envolviendo el aire, a los habitantes de esa casa, a cada cosa de esa casa, a cada oído, al vericueto el alma adonde conduce ese oído.
Alguien pudo pensar todavía (inútil manera de explicarse el asombro) que ese hombre flaco y sin nombre, ni identidad precisa ni aparente motivo, llegó allí despreciando su rumbo para tocar el violín y recibir en pago algún bocado para el hambre o un lugar sin escarcha donde tirarse y no morir.
Sin embargo, los cincuenta y tanto testigos de esa noche y de otras nunca lo vieron masticar un mendrugo, nunca desear nada de esas humeantes ollas que las vecinas le alcanzaban en la punta de un palo; pero estaba el sudor que le caía a torrentes y era lo único que paladeaba y lamía como si fuese su alimento él mismo, y esa música dispersándose por el patio, atravesando las puertas sin herir la madera, sin violar los cerrojos, invitándose. Es posible saber (basta creerles no a los que cuentan, sino a los que callan y muestran los ojos) que en una misma noche, en un solo instante (por ejemplo, cuando la luna caía levemente a ese patio como si lo evocara o como si lo crease), en ese instante, a cada oído el violín le tocó lo que le pedía.
Las cuerdas tiritaron, cimbraron, devastaron, sacudieron, inundaron, encogieron, engarzaron el aire; y lo movieron, tallaron, cincelaron de andantes, pizzicatos, cadencias.
¿Qué pedían esos viejos oídos, acorazados y destemplados de tantas bataholas y barullos domésticos?
Acaso (nadie se atreve a confesarlo) hayan pedido un mínimo acorde de una canción lejana (de lento extravío en el corazón y la memoria), melodías escuchadas no por ellos, sino por remotos antepasados de coraza y de yelmo, o tenues vibraciones de un cuerpo que se recuerda anudándose en sábanas, o un blue de origen negro (distorsionado por el incesto y el destierro, vilipendiado en la memoria ya no tan negra, piadosamente morena), o acaso hayan pedido el temblor de la brisa en un techo de una casa que contuvo la infancia y un allegro vivace y un andante y un grito; o una cadencia triste de gaviota planeando sobre un peñasco de Sicilia o el rumor de las hojas en un parque hace mucho (un otoño en que los sentimientos se dilapidan de puro exagerados, pura leyenda de clima), ese violín sonando para todos en la sombra del patio. Esa noche, tal vez (la del definitivo silencio; la hosquedad de ese silencio humano de no tener para decirse nada ni escucharse nada), esa noche, tal vez, los habitantes de esa casa esperaron, como siempre, que el hombre flaco saliera del rincón donde dormía sin taparse, se sentara en el banquito de madera podrida, eligiera al azar una de aquellas piezas amarillosamente ásperas que ni siquiera leía, moviera el arco del violín como una vara mágica, dejara flotar sobre su hombro el pañuelo de seda color fucsia intemporal, y en un lento, armonioso balanceo de mano sobre sexo, su mano(dedos sin carne, transparentes, casi no dedos) hiciera aparecer el violín de adentro de su cuerpo, donde lo guardaba, y comenzase a oficiarlo.
Entregada, sumisa, descalza desde los ojos, la mujer de orfebre (que conocía las manos de su marido sobre los dijes de plata, pero no las sentía nunca sobre su cuerpo de mujer maleable), empujada por esos primeros tonos, esos acordes vírgenes (que esculpieron el aire, desnudaron su oído, copularon su alma), salió de su pieza como si entrara a una cama, fue bajando los peldaños, fue a la sombra. Aquel tríptico (banquito, violín, hombre), al que la luna llena hasta el hartazgo, infundía ligera veracidad humana, seguía sonando como nunca: allegros y staccatos y murmullos de cuerpos y el leve chasquido de una lengua en la boca o el sexo; cadencias de juncos en el agua, de conchillas partidas, y la mujer del orfebre deslizándose por el patio rumbo al violín, al corazón del violín.
¿Por qué esa vez la música no inundó la casa? ¿Por qué no, sonidos que caracolearan oídos, que revolotearan laberintos de huesos, que desfondaran? ¿Por qué esa mujer (desnuda como una puta, como ramera, como portuaria) escuchó ella sola el sonido?
Los hombres de las piezas hicieron cosas de hombres: ataron a su mujeres, escondieron caderas, taparon, vistieron, arroparon los senos, los sexos, los poros; y los postigos iniciaron un ruidoso bloqueo (un cerrarse de cosas, de ventanas, de seres); la luna se encogió en el cielo y dejó en los charcos apenas un reguero de luna, y los oídos abroquelados y sordos, arrebujados de miedo, esa noche negaron.
Acariciada y llenándose (¿qué melodía entibiaba los senos de esa mujer como nunca las manos de nadie?), ajena al pasado a la pieza, al límite de madera y de hombre, lejana ya del frío que escarchaba las plantas, sin escuchar los gritos que le pedían que volviese, se fue metiendo ella en el sonido, fue tragada, fue violín.
Que hubo lucha en el patio (combate desigual entre el amor y el odio: sombra contra orfebre), que hubo un puñal clavado en el corazón de sombra, que sangre brotaba (¡oh, no!, agua a torrentes, como si hubiera agujereado un río), que cara ya con muerte era cara borrada (cara de haberse ido), que violín se movía como si agonizara (un eco de caracol marino, presuntuoso instrumento italiano), que hebras de pelo húmedo arañaron y anudaron el arco, que perfume de mujer de orfebre dejó su rastro lila en hueco de caja de violín; todo eso es fábula.
En la casa queda eso que queda: un deambular de oídos, ojos y sombras. Un violín que no suena, esa confusa historia de una mujer que abandonó a un orfebre por culpa de un violinista flaco y un asesino que todos vieron y nadie busca.
Quedan también mujeres que se desnudan mirando el patio y hombres que cierran puertas.
Orlando Barone, "Sólo ficciones", Sudamericana.