Se sabe que el arte de todos los tiempos ha contado la historia de todos los villanos. Pero una vez que el villano no puede hacer daño a nadie. Si Mike Amigorena no sabe esto: lo intuye. Porque Héctor Magnetto está vivo y colea y el final está aún abierto. Amigorena puede hacer de Hamlet, y según la crítica lo hace con talento; pero para hacer hoy del oculto titiritero mediático, retratándolo en delitos de chantage, tortura y despojo, se requieren otros dones espirituales e ideológicos. Y ningún actor está obligado a tenerlos y menos a forzarlos. Amigorena debe haberse dado cuenta –lo que es indicio de salvador instinto- de que si a un actor le encomiendan personificar a un puntero suburbano grasa y corrupto le será fácil y sin riesgos. Temerario sería interpretar a Bin Laden aunque esté muerto. Porque podría tener recursos de vendetta post mortem. Y nunca se sabe.
Cuando Orson Welles en 1941 interpretó al temible magnate periodístico William Randolph Hearst, el personaje real estaba en decadencia y su imperio en el ocaso. Ya había sido desactivado y era inocuo. Y cuando Paul Muni en la primera versión de la película “Scarface”, en 1932, se puso en la piel diabólica de Al Capone, este ya estaba en cana y listo para ser clausurado como convicto. Con el paso del tiempo retratar en el arte al “Padrino” fue y es tan manso como retratar a Peter Pan o al descubridor de la vacuna contra la poliomielitis. Porque “Don Corleone” expandió su bonomía y le da nombre a pizzerías y cantinas, y no sé si a algún lujoso complejo de turismo al estilo de Sicilia.
En tanto, Hollywood se cansó de demonizar justificadamente a Hitler, pero después de la guerra y cuando ya el tipo se había vuelto carbonilla. Ahora también los alemanes hacen con Hitler lo que quieren, hasta chistes. Otro gran malo fue Atila. El que por donde pasaba no dejaba crecer la hierba, y al que los antiguos romanos le llamaban “el azote de Dios”. Atila llegó a personaje histórico cuando ya los hunos estaban bajo tierra y eran leyenda. Porque en su época no lo nombraba nadie sin bajar la voz y cerrar las puertas. Y aunque en el siglo quinto, no había cine: había teatro. Sin embargo ningún actor ni juglar iba a ser tan suicida de disfrazarse graciosamente de Atila, sin pensar en que éste podía enterarse y subirse al escenario con el caballo y blandiendo la cimitarra de doble filo. Hoy hay tiernísimos padres, tan posmos, que a sus bebitos les ponen de nombre Atila. Como podrían ponerle “Bambi”.
Acaso sería original escribir y representar una obra de teatro con un Atila bondadoso cuyo hobby en lugar de descuartizamiento en vivo fuera levantar hogares de asistencia y recuperación de movileros de radio y televisión. Recobrarlos en seres cuerdos y prudentes, incapaces de desear ni provocar incendios ni de anunciar amenazas de meteoritos. Resta ahora esperar que el desenlace de la retorcida historia del personaje Magnetto sea tan feliz para los argentinos, que cualquier actor en el futuro se muera de ganas de interpretarlo.
Pero se ve que todavía falta para que un villano real pase a ser de película. Es decir, pase a ser inofensivo.
Lo único cierto de esta historia es que Mike Amigorena está tranquilo y muy bien en el papel de Hamlet. Entre “ser y no ser” eligió ser sin aspirar a héroe. Pero ya nadie sabrá que “ser” hubiera sido personificando a Magnetto.
Por Orlando Barone.Para Agencia de Noticias Télam. 27 de Septiembre de 2011.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
jueves, 22 de septiembre de 2011
Si no dan para presidentes, menos para mito
Evita y Perón son mito. Por eso abundan las recreaciones artísticas que los hacen protagonistas de poesías, pinturas, canciones, novelas, películas y óperas. En estos días, en los cines, se ha convertido en éxito “Juan y Eva”, que a la presidenta le ha gustado mucho. Y también le está gustando al público. No se calcula en esta crónica si es más valiosa ésta o aquella Eva; y si esta actriz o este actor son más fieles retratos que los de las otras películas; tampoco si quienes mejor relataron el relato del peronismo son Favio o Pino, José Pablo Feimann o Jorge Coscia; Carpani, Daniel Santoro, José María Castiñeira de Dios, Leónidas Lamborghini o Rodolfo Walsh. O Ignacio Copani. Y es opinable si la òpera la cantan Madonna, Paloma San Basilio o Nacha Guevara. Un mito resiste: supera cualquier afán de alteración-sea a favor o en contra-, y es inviolable a la profanación gorila o a los contrastes de sus múltiples relatores. El peronismo es sin duda la materia que más chances tiene para construirlos. Es mito en su misma gestación. Hizo que un balcón y que la fuente lo fuesen.
Néstor Kirchner forma parte de él; actuó para no desmerecerlo. Y quizás la mitología todavía está probando y evaluando sus méritos para aceptar su ingreso a esa mitología. El contexto histórico lo ha puesto en camino. Porque el gran examinador es el tiempo. En verdad al mito lo diseñan, lo construyen y lo consagran los pueblos. Sobre una materia dada, auténtica, se agrega la legitimación artesanal de quienes lo esculpen sin pedirle permiso a la historia. La revisionan si eso fuese necesario, y casi siempre lo es, porque la historia suele tener propietarios muy conservadores y los pueblos para poder levantar sus mitos tienen que recobrarla a sus expropiadores.
Otro requisito que hay que tener en cuenta, es que no puede haber mitos amasados con materias chirles. Dudosas y tímidas. Ni con políticos dóciles a esa levedad inconsistente, sin sublevarse. A nadie se le ocurriría que de tantos presidentes y gobiernos que la Argentina ha tenido en el último siglo se puedan estar palpitando o diseñando mitos como los de Perón y Evita. Sobraron deseos y faltaron aspirantes. Hipólito Irigoyen que pudo serlo, no lo es. Hubo presidentes que ni siquiera debían haber sido presidentes. Todavía surgen algunos aunque cada vez con menos probabilidad de que el sucedáneo tenga éxito. Fernando de la Rúa fue un ruidoso ejemplo de este modelo groseramente “antimito”. En tanto, Cristina, es Cristina. En pleno ejercicio, la racionalidad es lo que a ella la sustenta. La racionalidad del poder político y el poder del pueblo. Lo que está en su naturaleza.
El mito surge o no surge. Y responde menos al pensamiento que al sentimiento. A los antiguos pensadores griegos como Platón les perturbaba que los mitos fueran consagrados por emociones y sentimientos postergando el saber y el intelecto. Tenían celos y con razón: reconocían que el mito no era la verdad pero que era verosímil. Ya hoy se sabe que nada se sabe sobre el mito, más que es insoslayable a la cultura y que fertiliza cada vez que esa cultura se sacude o se innova o reconstruye. Perón y Evita seguirán siendo sujetos de la mirada del arte. Centrípetos y centrífugos dejan al margen otros protagonismos carentes de ese sustrato carismático, mágico, simbólico que ellos detentan. No a solas sino con el pueblo. Cuando uno ve últimamente en los palcos y barricadas políticas a candidatos y jefes de distintos partidos opositores, y se desafía al juego intelectual de proyectarlos a mitos, se reconoce impotente. No hay caso. No se puede hacer fuego con agua. No se puede hacer historia con chismes. Uno no se imagina a De Narváez ni a Ricardo Alfonsín integrando la leyenda; a Duhalde menos. Y ni siquiera a Hermes Binner, el más nombrado últimamente. A éste le pasa como a esos actores que a medida que desde el margen se acercan al centro, más desacompasados van quedando. El margen amparaba a Binner del protagonismo. Y hoy cuanto más al palco se sube más terrestre y antilegendario desciende. Se lo vio en esa perspectiva de tamaño al lado de Cristina. Es que a partir del kirchnerismo es más difícil que antes. Entrar en competencia hoy luce, para los opositores, tan desigual que el voto se ha puesto monótono. La K cambió el abecedario. Hizo mito a una letra. Y está en trance de entrar en la leyenda el nombre del que la impuso en la política. La mediocridad no es fértil y lo que más abunda.
No es para todos la bota de presidente.
Mucho menos lo es la bota de siete leguas del mito.
Por Orlando Barone . Para Agencia de Noticias Télam
Néstor Kirchner forma parte de él; actuó para no desmerecerlo. Y quizás la mitología todavía está probando y evaluando sus méritos para aceptar su ingreso a esa mitología. El contexto histórico lo ha puesto en camino. Porque el gran examinador es el tiempo. En verdad al mito lo diseñan, lo construyen y lo consagran los pueblos. Sobre una materia dada, auténtica, se agrega la legitimación artesanal de quienes lo esculpen sin pedirle permiso a la historia. La revisionan si eso fuese necesario, y casi siempre lo es, porque la historia suele tener propietarios muy conservadores y los pueblos para poder levantar sus mitos tienen que recobrarla a sus expropiadores.
Otro requisito que hay que tener en cuenta, es que no puede haber mitos amasados con materias chirles. Dudosas y tímidas. Ni con políticos dóciles a esa levedad inconsistente, sin sublevarse. A nadie se le ocurriría que de tantos presidentes y gobiernos que la Argentina ha tenido en el último siglo se puedan estar palpitando o diseñando mitos como los de Perón y Evita. Sobraron deseos y faltaron aspirantes. Hipólito Irigoyen que pudo serlo, no lo es. Hubo presidentes que ni siquiera debían haber sido presidentes. Todavía surgen algunos aunque cada vez con menos probabilidad de que el sucedáneo tenga éxito. Fernando de la Rúa fue un ruidoso ejemplo de este modelo groseramente “antimito”. En tanto, Cristina, es Cristina. En pleno ejercicio, la racionalidad es lo que a ella la sustenta. La racionalidad del poder político y el poder del pueblo. Lo que está en su naturaleza.
El mito surge o no surge. Y responde menos al pensamiento que al sentimiento. A los antiguos pensadores griegos como Platón les perturbaba que los mitos fueran consagrados por emociones y sentimientos postergando el saber y el intelecto. Tenían celos y con razón: reconocían que el mito no era la verdad pero que era verosímil. Ya hoy se sabe que nada se sabe sobre el mito, más que es insoslayable a la cultura y que fertiliza cada vez que esa cultura se sacude o se innova o reconstruye. Perón y Evita seguirán siendo sujetos de la mirada del arte. Centrípetos y centrífugos dejan al margen otros protagonismos carentes de ese sustrato carismático, mágico, simbólico que ellos detentan. No a solas sino con el pueblo. Cuando uno ve últimamente en los palcos y barricadas políticas a candidatos y jefes de distintos partidos opositores, y se desafía al juego intelectual de proyectarlos a mitos, se reconoce impotente. No hay caso. No se puede hacer fuego con agua. No se puede hacer historia con chismes. Uno no se imagina a De Narváez ni a Ricardo Alfonsín integrando la leyenda; a Duhalde menos. Y ni siquiera a Hermes Binner, el más nombrado últimamente. A éste le pasa como a esos actores que a medida que desde el margen se acercan al centro, más desacompasados van quedando. El margen amparaba a Binner del protagonismo. Y hoy cuanto más al palco se sube más terrestre y antilegendario desciende. Se lo vio en esa perspectiva de tamaño al lado de Cristina. Es que a partir del kirchnerismo es más difícil que antes. Entrar en competencia hoy luce, para los opositores, tan desigual que el voto se ha puesto monótono. La K cambió el abecedario. Hizo mito a una letra. Y está en trance de entrar en la leyenda el nombre del que la impuso en la política. La mediocridad no es fértil y lo que más abunda.
No es para todos la bota de presidente.
Mucho menos lo es la bota de siete leguas del mito.
Por Orlando Barone . Para Agencia de Noticias Télam
jueves, 8 de septiembre de 2011
Indignados contra dignos
La Argentina de hoy no tiene indignados: tiene dignos. Es fácil reconocer sus diferentes y antagónicos significados. Los primeros están enojados con vehemencia; los segundos están satisfechos de responder a algún mérito.
Quienes aquí profesan el desubicado oficio de indignados son las minorías opositoras. Respondan estas a la política, al periodismo, o a ciudadanos. Minorías empacadas en fantasías de “fraude” que se niegan a las pruebas que los dejan defraudados, o proclives a demagogias emocionales del tipo “nuestros niños están en peligro de muerte”. Pero que nunca se admiran de los muchos que cada vez más están en la dignidad de la vida. Sean pobres o no lo sean.
A aquellas minorías no les importa el “todo” sino el fragmento, y aún más si este fragmento –un acto violento, un secuestro, un caso siniestro- se agita y se sopla hasta convertirlo en protagonista masivo de pánico y desvelo. Aclaro: si esta crónica se detuviera en el duelo- en el real, y también en el duelo falso e histérico- no avanzaría en las razones por las cuales la escribo. Sé que el recurso sentimental me permitiría contar con mayores simpatías pero lo descarto. Lo que digo es que a esos “indignados mediáticos” no les importa que –por ejemplo, millones de niños estén protegidos, vayan diariamente a la escuela, jueguen en la calle o con la computadora o con la imaginación nada más, y se fotografíen sonrientes con sus hermanos y compañeros- sino que les importa que uno o dos de esos cuantiosos cientos de miles o de millones sean excepcionalmente violentados. En esa mecánica intencionada el “todo” cambia de significado y de todos aquellos chicos , modestamente y humanamente vivos y más o menos felices, solo queda la referencia dolorosamente circunscripta a esos uno o dos que dejó afuera de la vida el Mal con el respectivo aporte del destino. Nos surge la pregunta: ¿Por qué un determinado crimen tiene el privilegio de la indignación unánime que no tienen tantos otros aún más brutales? No lo sé.
Sé sobre las palabras. Adviértase no solamente el significado sino el sonido y el contexto en que estas se hablan y se imprimen. Porque “indignados”, palabra de moda , que tanto se emplea para calificar las rebeliones juveniles de Europa o de Chile, o de Medio Oriente aquí en la Argentina no se reproduce ni contagia, aunque las minorías lo desean. Y no se contagia porque quienes estarían en edad e ideología y a merced de las instigaciones de los medios para estar indignados, no lo están, sino todo lo contrario: están dignificados; se sienten “dignos”. Aquí, con pruebas a la vista, superan en número y razones a los que desean sentirse “indignados” montándose en la excepción y no en la regla.
Porque con la tumba de una niña, amplificada como un vasto cementerio, se pretendió tapar la mirada de millones de niños dignificados. No les importa encerrarlos y vulnerarlos en un velorio mediático y politiquero que es una refriega entre adultos con preponderancia de canallas. De periodistas de relato fraudulento. Les importa aprovecharse de la herida para escarbarla y que produzca hemorragia. Y es una herida-una- no una matanza social. Se indignan, o lo simulan, sin tener en cuenta el contexto. No es digno.
Por Orlando Barone. Para Agencias de Noticias Télam. 6/09/11
Quienes aquí profesan el desubicado oficio de indignados son las minorías opositoras. Respondan estas a la política, al periodismo, o a ciudadanos. Minorías empacadas en fantasías de “fraude” que se niegan a las pruebas que los dejan defraudados, o proclives a demagogias emocionales del tipo “nuestros niños están en peligro de muerte”. Pero que nunca se admiran de los muchos que cada vez más están en la dignidad de la vida. Sean pobres o no lo sean.
A aquellas minorías no les importa el “todo” sino el fragmento, y aún más si este fragmento –un acto violento, un secuestro, un caso siniestro- se agita y se sopla hasta convertirlo en protagonista masivo de pánico y desvelo. Aclaro: si esta crónica se detuviera en el duelo- en el real, y también en el duelo falso e histérico- no avanzaría en las razones por las cuales la escribo. Sé que el recurso sentimental me permitiría contar con mayores simpatías pero lo descarto. Lo que digo es que a esos “indignados mediáticos” no les importa que –por ejemplo, millones de niños estén protegidos, vayan diariamente a la escuela, jueguen en la calle o con la computadora o con la imaginación nada más, y se fotografíen sonrientes con sus hermanos y compañeros- sino que les importa que uno o dos de esos cuantiosos cientos de miles o de millones sean excepcionalmente violentados. En esa mecánica intencionada el “todo” cambia de significado y de todos aquellos chicos , modestamente y humanamente vivos y más o menos felices, solo queda la referencia dolorosamente circunscripta a esos uno o dos que dejó afuera de la vida el Mal con el respectivo aporte del destino. Nos surge la pregunta: ¿Por qué un determinado crimen tiene el privilegio de la indignación unánime que no tienen tantos otros aún más brutales? No lo sé.
Sé sobre las palabras. Adviértase no solamente el significado sino el sonido y el contexto en que estas se hablan y se imprimen. Porque “indignados”, palabra de moda , que tanto se emplea para calificar las rebeliones juveniles de Europa o de Chile, o de Medio Oriente aquí en la Argentina no se reproduce ni contagia, aunque las minorías lo desean. Y no se contagia porque quienes estarían en edad e ideología y a merced de las instigaciones de los medios para estar indignados, no lo están, sino todo lo contrario: están dignificados; se sienten “dignos”. Aquí, con pruebas a la vista, superan en número y razones a los que desean sentirse “indignados” montándose en la excepción y no en la regla.
Porque con la tumba de una niña, amplificada como un vasto cementerio, se pretendió tapar la mirada de millones de niños dignificados. No les importa encerrarlos y vulnerarlos en un velorio mediático y politiquero que es una refriega entre adultos con preponderancia de canallas. De periodistas de relato fraudulento. Les importa aprovecharse de la herida para escarbarla y que produzca hemorragia. Y es una herida-una- no una matanza social. Se indignan, o lo simulan, sin tener en cuenta el contexto. No es digno.
Por Orlando Barone. Para Agencias de Noticias Télam. 6/09/11
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